La cámara importa, pero no por lo que crees.
Un homenaje a la cámara digital que más me ha recordado por qué disfruto tanto fotografiar.
Quienes leen este newsletter saben que no suelo hablar mucho de equipo. Y no porque no me interese, sino porque prefiero contar historias desde lo que una imagen transmite, no desde lo que la genera.
Pero hay algo que me ha pasado una y otra vez: ciertas cámaras, ciertos lentes, ciertos objetos con los que trabajo… no solo cumplen una función técnica, también me hacen sentir algo. Y eso, para mí, ya es parte del proceso creativo.
Por eso decidí abrir una nueva sección en esta newsletter: The Gear, donde hablaré de los equipos que más disfturo, no para compararlos con otros o dar especificaciones que están en cualquier página, sino para contar lo que significa trabajar con ellos, lo que me enseñaron, lo que me frustraron, lo que disfruto al usarlos.
Esta es una sección sobre herramientas, sí, pero también sobre sensaciones.
Y quiero empezarla con una de mis favoritas: la Canon 5D Classic.
La encontré hace años en un mercado de segunda mano. No tenía caja, ni correa original, ni siquiera una promesa de garantía. Pero bastó con sostenerla un par de segundos para saber que no era una cámara más. Era pesada, tosca y tenía la pinta de no querer impresionar a nadie. Me gustó eso. Me hizo pensar en las cámaras análogas con las que aprendí a mirar, en esa época donde uno no dependía de pantallas, sino de la intuición.
Y esa es justamente una de las cosas que más me gusta de esta cámara: su simpleza.
El menú es mínimo. No hay mil opciones ni modos de escena ni simulaciones de película. No hay distracciones. Solo lo esencial: velocidad, apertura, ISO.
Fotografiar con la 5D Classic es confiar en tus propios parámetros, en tu ojo, en tu experiencia.
Porque si hay algo terrible —y al mismo tiempo genial— de esta cámara, es su pantalla. Es simplemente mala. No sirve para revisar colores, ni nitidez, ni nada más allá de comprobar si hiciste o no la foto. Al principio es frustrante. Luego se vuelve liberador. Porque de pronto dejás de revisar tanto, y empezás a concentrarte en hacer la foto bien desde el principio.
Y cuando lo hacés bien, los resultados son mágicos.
El sensor de esta cámara, aunque viejo y de pocos megapíxeles, tiene algo que me cuesta explicar: el color. Los tonos que produce tienen una naturalidad hermosa, casi cinematográfica. Hay una calidez en las colores, una profundidad en las sombras, una riqueza en los medios tonos que muy pocas cámaras digitales modernas logran sin pasar por un filtro o edición agresiva.
Se dice mucho que tiene un "sensor con alma", y puede sonar cursi… pero entiendo por qué lo dicen. Es una cámara que produce archivos con carácter. Que no parecen salidos de una máquina moderna, sino de un proceso más orgánico.
Pero lo que más disfruto no está en el archivo final, sino en la experiencia.
La forma en que se ajusta a la mano. El sonido del obturador. La sensación de que cada fotografía cuenta porque no hay atajos.
No tiene pantalla abatible, no tiene video, no tiene extras. Y sin embargo, cada vez que salgo con ella, me recuerda que fotografiar no necesita ser complicado para ser poderoso.
¿Qué cámara te hace sentir así?
Te entiendo tanto.
Cuando las réflex eran sólo cámaras de fotos. Cómo mucho tenían cuatro o cinco modos personalizables (uno de ellos el de pasar a blanco y negro, para mirar sólo las formas y no distraernos con los colores). Cuando reducíamos el mundo al triángulo de exposición y no a millones de filtros y alteraciones variadas.
Y cuesta tanto desprenderse de esa seguridad, aunque no tenga los "millones" de megapíxeles que nos "venden" hoy en día. Pero ¿a qué tamaño vamos a ampliar las imágenes? ¿De verdad necesitamos esas resoluciones tan altas? ¿O podemos seguir disfrutando de nuestras viejas joyas?
Hace unos meses me hice con una Canon 30d que, según los expertos en todo, era una versión más asequible que la 5D con la cual comparte muchas características y todo lo que dices se aplica a ésta también. Ha sido como una bocanada de luz fresca después de mucho tiempo sin disfrutar como la primera vez que cogí aquella otra cámara que mi padre me regaló (ahora sé que con mucho sacrificio), la Nikon D70.