De pequeño, y como a buena parte de mi generación, la abuela nos acostumbó a tomar el café hervido con la misma olla de siempre y un tanto "ralo, para que no se pongan locos los patojos" según ella.
Todos los días a las 5:00PM era obligatorio sentarse en la mesa a tomar el café acompañado de uno que otro pan para escuchar las historias del día, los chismes del barrio, el partido de fútbol o la novela del día. A veces lo tomaban ellos solos y de vez en cuando me invitaban a compartir el café, y una que otra vez acompañados por la vecina de quién estoy seguro se hubiese dedicado profesionalmente a la comunicación, habría ganado millones. Algunos días eran risas, otros enojos, muchos chismes pero la única constante era el café hervido que tenía un olor tan particular que jamás olvidaré.
El café hervido me recuerda a la rutina de los abuelos. Aunque estuvieran peleando, siempre se servía el café y era la excusa para platicar y aunque después de la hora del café volvieran a su vida de perros y gatos, la rutina del café era sagrada. En cierta forma el café hervido me huele a paz.
Los abuelos murieron, y el café también cambió porque el ritmo de vida y la época era otras.
El colegio, los amigos y el trabajo de mis padres hacían que con cada mez menos frecuencia el café se tomara en la mesa. Tengo claro que no tuve una adolescencia precaria, gracias al trabajo y esfuerzo de mis padres pero también tengo claro que esto también aceleró el ritmo de mi vida. Mis viejos me enseñaron que el trabajo duro es la única forma de salir adelante que aunque a veces no queda tiempo, un café instantáneo con azúcar da las energías necesarias para continuar.
Cada vez había menos tiempo para sentarse a la mesa pero el café nunca faltaba y con ellos aprendí que solo es necesaria una taza con agua caliente, un sobrecito de "la Jarrillita" y dos cucharadas de azúcar para recobrar energías. Aprendí que eran necesarios uno en la mañana y uno en la noche, pero intuía que ellos disfrataban varios más y de otra forma por el ligero olor al cigarro con el que volvían del trabajo.
Me casé y me encontré con que convivir con otra persona hace conocer nuevas costumbres y que hasta la forma de tomar café podía cambiar. De repente el café volvía a la mesa pero ahora con otros matices, colores y sabores.
No saben lo que me resistí al extraño sabor del café sin azúcar. Miraba como ella tomaba café y no entendía como podía disfrutarlo tan fuerte porque en mi cabeza el café era para disfrutar de una bebida suave y caliente. Y sin notarlo vinieron los niños, y allí lo entendí mejor.
Repentinamente el café cambió. Ya no era esa bebida que servía como energizante, tampoco era la bebida que usaba para sentarme en la mesa, el café se volvió como ese salvavidas en una vida mucho más ajetreada de lo había imaginado. En la madrugada mientras el pequeño lloraba, el café era la única forma de hacer soportable el sacrificar el sueño de esa forma y ahora era inconcebible tomarlo tibio y suave.
El matrimonio terminó y con él mi forma de ver al café cambió nuevamente. Ahora en otra etapa de mi vida, una un poco más calma de ritmo pero mucho más caótica mental y emocionalmente, el café dejó de ser el energizante necesario para sobrevivir para convertirse en el instante de paz en cualquier momento del día. Me resultó curioso encontrar que un café caliente, negro, sin azúcar ni prisa terminara siendo un oasis de paz.
Ahora comparto mi vida con alguien más y de nuevo me topé con otra forma de acercarse al café. Ella lo toma diferente a mi, a otro ritmo, con otro sabor y en horarios diferentes. Lo disfrutamos de forma distinta, pero coincidimos en saber que siempre debe estar presente.
Y sin darme cuenta, el café marcó hitos en mi vida. No tengo ni idea de qué pasará más adelante (y la verdad ya no me importa mucho), pero lo que sé es que de alguna u otra forma estará presente mi fiel acompañante.
Lindísimo, me ha trasladado a las mañanas compartidas con mi abuela. Gracias.