Escribo esto con el culo congelado pero con una gran sonrisa. El más grande de mis hijos tuvo un súbito deseo por entrenar fútbol (cosa que antes no le interesaba en lo más mínimo) y justamente decidió hacerlo en invierno.
Diego pasó por mucho en poco tiempo, desde la separación del matrimonio, una pandemia, el cambio de amigos y por supuesto el tortuoso inicio de la adolescencia. No ha sido nada fácil tanto para él como para mi, pero hemos aprendido a vivir con esta nueva realidad y adaptarnos a una vida sin caminos rectos.
Yo sé que el deporte, y sobretodo jugar le hace muy bien porque fsicamente está creciendo a un ritmo vertiginoso y el entrenar lo ha hecho mejorar su alimentación y sobretodo despegarse de los dispositivos. Además, ahora hay más temas de conversación en la mesa y experiencias que no pensé que fueramos a vivir juntos.
Pero también descubrí que verlo sonreír, caerse y jugar hasta el cansancio me hace muy bien porque en cierta parte alivia un poco mis propias inseguridades y culpas. No hay forma que pueda evitarle el dolor de la separación, pero puedo acompañarlo en el proceso y disfrutar los pequeños logros y alegrías que encontramos en busca de su propia felicidad.
Nadie nos enseña a vivir, eso se aprende en el camino. Toda esta situación es nueva para ambos y aunque por ratos parezca imposible, hemos encontrado formas de darle la vuelta a la situación y aunque no estoy ni cerca de resolver el asunto, lo de hoy fue una victoria.
Que ruede el balón, y que se aplaque un poco el puto frío.