Mi verdadera relación tóxica.
Duró años y casi me gana
Tengo una relación particular con el tiempo. Es un hijueputa muy particular. Lo conocí lento y vago, porque vengo de una ciudad donde parece arrastrarse como si no tuviera prisa por nada. Las grandes cosas que de niños veíamos en la televisión, escuchábamos en la radio o leíamos en los periódicos nunca parecían acercarse a mi barrio; el tiempo aquí siempre fue haragán. Cuando a él se le ocurriera dejarnos disfrutar algo, sucedería. Ni un minuto antes.
De pequeño lo medíamos distinto: no existían jornadas laborales ni descansos, solo horas de juego, la duración de una canción antes de que el cassette se tragara la cinta, los días eternos que tomaba revelar un carrete. Era una forma rara de medir la vida, casi una competencia absurda por ver si él lograba durar más que yo.
El tiempo me presentó al amor y allí empezó a joderse todo. El juego dejó de importar porque ahora medíamos la vida en sexo, personas, resacas y remordimientos. Aprendí a confiar y a desconfiar mientras él se reía en mi cara, mirándome con ese desdén de quien ya conoce el final de la historia. “Es una etapa”, repetía, como si yo fuera el único que no había leído el guion.
Crecimos, cada quien por su lado. Yo quería comerme el mundo y él parecía empeñado en comerse mis sueños. Se volvió un descarado: no había tiempo para nada, y aun así el imbécil me observaba desde la ventana riéndose. Pensaba que lo había perdido, pero él solo jugaba a esconderse. Malparido.
Por más que intenté evitarlo, el tiempo terminó conociendo a mis hijos y empezó con ellos una relación distinta. Los veía jugar juntos mientras él me lanzaba miradas de reojo, disfrutando de lo que sabía que hacía. Sabía lo que me provocaba.
—Yo ya te conozco. Sé lo que les vas a hacer. No seas culero con ellos.
—Tranquilo, papi, yo sé lo que hago.
—Eso me dijiste hace años y yo, idiota y loco, te creí.
—Si estuvieras loco, no estaríamos hablando.
Luego le dio por distorsionarlo todo. Agrandó sus huellas, achicó mi visión y me presentó a su prima, la prisa, jurando que cambiaría mi vida. Tenía razón, pero no de la forma que esperaba. Fue una época dura. Nos distanciamos. No soportaba verlo disfrutar con los demás mientras yo iba desfondándome con la loca esa al volante. Cada quien siguió su camino; cuando coincidíamos en alguna reunión social, apenas nos saludábamos de lejos, como dos ex que se reconocen pero no se atreven a acercarse.
Pensé que no lo volvería a ver. La prisa me tenía absorbido y todo empezó a joderse. Su ausencia me dejaba sin aire. ¿Dónde carajos está este imbécil cuando lo necesito? No sabía qué hacer. La psicóloga me decía que debía buscarlo; el mesero me juraba que todos los días pasaba por el bar a verme.
Hasta que un día nos encontramos.
Le serví un trago; él me encendió el cigarro.
—¿Ya estás listo para platicar o seguimos jugando?
—Ya fue. No estoy para jueguitos.
—Deja de esconderte, no seas cobarde.
—Aquí he estado. Sos vos el que me ignora. Y si seguís así, me voy para siempre.
Platicamos por horas. Nos dijimos todo lo que había que decir. A veces subía el tono, a veces dolía, pero terminamos en paz. Lo necesitábamos.
Mandé a volar a su prima y, desde entonces, él y yo llevamos la fiesta en paz. Nos vemos cada mes. Llega, se sienta en su lugar en mi mesa, como si nunca lo hubiera dejado. Lo veo en el espejo pintando canas en mi barba. Lo veo jugar con mis hijos, enseñándoles algo nuevo cada día.
Lo que nos quede juntos, ya no pienso pelearlo. Estamos en paz.

