Hace unos días cenamos con algunos conocidos. La conversación fue la de siempre, cordial, casi automática, hasta que comenzaron las preguntas que —entre hombres— parecen obligadas: ¿cómo va el negocio?, ¿qué tal tu emprendimiento de fotografía?, ¿ya llegaste a punto de equilibrio? Y por supuesto, los consejos no solicitados: “yo tengo un patojo pilas que te puede levantar los números”, “la estás cagando, necesitás visualizaciones, tenés que hacer contenido, porque si no hacés contenido, no existís”. Un sinfín de frases que, más que interés genuino, suenan a críticas disfrazadas de buena voluntad.
Últimamente me hace mucho ruido la palabra contenido, no solo por lo que implica, sino por cómo se usa, como si fuera un objetivo en sí mismo y no un medio. Me inquieta más aún que se quieran crear reglas predefinidas para hacerlo “correctamente”: que capture atención en los primeros segundos, que obligue a interactuar, que motive a compartir, todo con el fin de complacer al algoritmo y lograr que más ojos lo vean. Me resulta inquietante, incluso peligroso.
¿Vale la pena volcar todo el esfuerzo en crear contenido para satisfacer a los demás en busca de un reconocimiento efímero y acumulación de números en una cuenta? ¿Todo es contenido? ¿Necesitamos creativos encerrados en las barras de las opiniones gratuitas, superfluas y viscerales de internet?
No estoy señalando a quien lo hace ni desvalorizando a quien encuentra sentido en ello. Ni siquiera estoy criticando. Esto es apenas un pensamiento de madrugada , un cuestionamiento que nace cuando coloco el visor frente al ojo. No dudo de lo que veo, sino de por qué lo quiero ver. No cuestiono mi mirada, cuestiono mis motivos.
Veo que estamos todos en la misma por las madrugadas, intentando escapar de la tiranía del algoritmo y sus profetas descartables. Buena lectura!